sábado

CraZy RaiNy DaY

Tras meses de mucho frío y oscuridad, por fin ha salido el sol.

Bajé del altillo del armario la ropa de verano y me puse algo más ligero, uno de esos vestidos ibicencos blancos que están tan de moda.

Salí a la calle. Aunque me quedaba algo lejos, me apetecía ver el mar.

Al llegar a la ancha avenida que cruza la ciudad de punta a punta en diagonal, me encontré con un vendedor de paraguas. Vestía muy elegante, de chaqué. Hasta llevaba un sombrero de copa. Le compré un paraguas de color azul eléctrico al señor del traje elegante. Pensé que me resultaría de utilidad, pues el sol cada vez estaba más alto en el horizonte y podría resguardarme de sus ardientes rayos gracias a él.

Comencé a pasear avenida abajo, en dirección al aroma salado y húmedo del vasto mar.

Abrí mi paraguas, y vaya sorpresa, porque empezó a lloverme encima. El día seguía tan soleado como antes. Esa lluvia caía de dentro de mi paraguas. Pero no me importaba. Había decidido que lo llevaría y pensaba hacerlo.

Al poco rato vi como venía hacia mí, por la carretera contigua al paseo, un gran autobús rojo. Al pasar por mi lado me percaté por el rabillo del ojo que dentro había una mocosa de unos diez años de edad, con vestidito de tirantes rosa, mismo color que los lacitos de sus dos coletas altas. La niña, con la cara pegada al cristal de una de las ventanas centrales, hacía muecas a los viandantes, a mi entre ellos.

Por haberme girado a mirar a la cría, no me di cuenta de que estaba a punto de cruzar por en medio de una zona en obras “¿Dónde vas muchacha? ¡Apártate de aquí! ¡Lo vas a poner todo perdido de agua!” me gritó uno de los obreros.

Paré en seco, me giré y rodeé la zona vallada, que tenía el suelo levantado. Estaba todo lleno de cascotes, podría haberme hecho daño.

Llegué al cruce y esperé a que el semáforo se pusiera verde. Poco a poco mi ropa veraniega iba empapándose con el agua de la lluvia que caía de dentro de mi paraguas. Pero no me importaba.

Se puso verde y crucé la calle.

Al llegar al siguiente tramo de paseo, me encuentro con un vendedor parecido al primero que vi. Este también viste elegante, pero su ropa se asemeja más a la burla de un traje que a ropa realmente elegante. Era algo parecido a un payaso con frac “Necesitarás un par de estos si quieres continuar” me dijo. Miré lo que me ofrecía. Eran un par de aletas de esas para nadar, negras y amarillas “¿Por qué no?” me dije yo, quitándome los zapatos y dejándolos ahí.

Proseguí mi paseo, bajo la lluvia del paraguas, ahora caminando algo más dificultosamente por esas aletas que sobresalían dos palmos hacia delante en forma de patita de pato. Eran dolorosamente incómodas, pero divertidas. Me alegré de haber decidido cambiarlas por mis sosos zapatos blancos.

Al levantar la mirada de mis pies, vi que se acercaba en mi dirección, en el carril contiguo al que yo estaba, un triciclo rojo enorme, llevado por una vieja raquítica. En la cesta de delante había un bebé tan gordote que parecía que aquel escuálido vehículo de tres ruedas tuviera que partirse en dos por no poder soportar su peso. “Parece que va a llover” dijo la vieja mirándome. Yo le sonreí de vuelta porque bueno, no sabía muy bien si se estaba metiendo conmigo por el paraguas que llevaba, o si realmente era una auténtica previsión meteorológica.

Al girarme me di de bruces con el paleta, que había evitado que metiera mis aletas de patito dentro de un carril recién asfaltado “Con cuidado por favor” me volví a disculpar con él y rodeé dicho lugar. Llegué a la intersección.

El semáforo se puso verde. Crucé la calle.

Ahora el vendedor que encontré era un dodo parlanchín de aspecto humanoide. Llevaba gafas y estaba leyendo el periódico con aires de intelectual. Me acerqué con curiosidad a él “¿No tienes nada para mí?” le pregunté. El dodo me miró muy serio y me respondió “No. Eres tú quien tiene algo para mi” me agarró la nariz con sus dedos emplumados e hizo ver que me la robaba, en el clásico juego infantil con el que los padres suelen tomar el pelo a sus hijos de pequeños.

A continuación, se acercó hacia mí, por el carril contiguo, una enorme furgoneta color rojo intenso. Tenía todas las ventanillas pintadas de ese color, incluso el parabrisas delantero. Me pregunté cómo podía ver nada quien estuviera conduciéndola. Pero mi curiosidad por el conductor quedó eclipsada en la nada, cuando me percaté que sobre el techo de la misma había un enorme trono color sangre, con una especie de luna con las puntas hacia arriba por detrás del trono. En el mismo iba sentada una mujer majestuosa y divina, que podría haber sido una reina. Era preciosa y terrorífica al mismo tiempo. Me sacó la lengua y se alejó de mí por la carretera.

Esta vez me había girado a mirarla bien, pero no dejé de andar. Eso provocó que al siguiente paso que di noté que no había suelo bajo mis pies y comencé a caer de espaldas dentro de un agujero. “Muchacha, te dijimos que tuvieras cuidado” reclamó el mismo obrero de la vez anterior. Me disculpé con él y salí de ahí todo lo rápido que pude.

Llegué al último cruce. Pero esta vez no esperé a que el semáforo se pusiera verde.


Crucé en rojo.


Cuando por fin llegué a la playa, tras un viaje agotador, cerré el paraguas.

Me senté sobre la cálida arena y lo dejé a mi lado.

Escuché un potente trueno.

El rayo no se hizo esperar.

En un segundo el cielo azul cambió a negro como la noche.

El chaparrón cayó de manera inminente, era una lluvia torrencial.

Los bañistas salieron corriendo del agua, recogieron sus toallas y huyeron de allí.

A mí no me importaba estar mojándome, total venía ya empapada.




Me quité las aletas.

Me quité el vestido.

Me quité la ropa interior.

Descalza y desnuda, me acerqué hasta la orilla del mar.

Las aguas estaban embravecidas.

Sonriendo, me metí dentro del agua.

Sin miedo.

Empecé a nadar mar adentro.

Poco a poco noté como mi cuerpo se expandía e iba perdiendo consistencia.

Fui agua en aquella tormenta.

Y me sentía tan feliz, tan tranquila, segura.

No podía ver, ni oír nada. No sentía nada.

Cerré los ojos, sonriente y pensé “Ya estoy en casa”

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