El pequeño Andrés se convierte en la puta de su mamá. Historia algo
retorcida. Padre e hija mueren en un accidente. Isabel, la madre, queda tan
trastornada que obliga a su hijastro Andrés a travestirse, para transformarlo
en su hermana muerta. Luego abusa de él en su cama.
Esta historia empieza con un
entierro.
Isabel, de 38 años de edad, era una profesora
bien parecida, de rasgos hermosos, figura generosa y larga melena azabache. Se
había casado y divorciado muy joven, habiendo concebido una hija. Ya siendo más
mayor conoció al amor de su vida, Diego, quien también tenía un hijo de un
matrimonio anterior. Los enamorados fueron a vivir juntos a una casa
unifamiliar rodeada de césped, y criaron juntos a sus dos vástagos, Sandra de
16 años, y Andrés, dos años menor que su hermanastra.
Todo iba de maravilla en su hogar,
eran de lo más felices, pero esa dicha quedó truncada de repente por un hecho
del todo inesperado. Dos días atrás el
marido de Isabel traía de vuelta a casa a la pequeña Sandra de sus clases
extraescolares de danza. Era invierno. Había anochecido pronto, y además llovía
de manera torrencial. La mujer y su hijastro menor estaban en la comodidad del
hogar, terminando de preparar una cena que no comió nadie. Por alguna broma
macabra del destino, el coche derrapó de mala manera, se deslizó por la calzada
inundada de agua, y cayó precipicio abajo. Los dos ocupantes del mismo murieron
al acto.
Más tarde, cuando hubieron hecho la
autopsia, detectaron un elevado nivel de alcohol en la sangre de su marido.
Aquello dejó a Isabel más trastornada de lo que ya estaba. Odiaba la vida,
odiaba a su marido y odiaba ese estúpido destino que le había arrebatado lo que
más quería en esta vida, su amadísima hija Sandra.
Isabel y su hijo pequeño, Andrés, volvieron
del entierro a su hogar. La mujer, con lágrimas todavía cayéndole por las
mejillas, abrió la puerta y se quedó parada ahí. Parecía increíble que dos días
atrás, aquella misma casa estuviese llena de amor, risas y felicidad; y ahora
se hubiese convertido en un lugar triste, silencioso y lúgubre.
Ahí, parados frente a la entrada, el
pequeño de la familia agarró la temblorosa y fría mano de su madre y la apretó
con dulzura, dándole su calor de niño:
“Mamá, no estés triste. Te quiero.”
Pero a modo de respuesta solo hubo
una helada mirada vacía de sentimientos que estremeció el alma del pequeño
Andrés.
Isabel entró finalmente en la casa, y
sin molestarse en encender ninguna luz, fue directamente al mueble-bar y cogió
una botella de alcohol. El niño observaba en silencio los movimientos de su
amada madre, sin saber muy bien qué podía hacer o decir para que ella se
sintiera mejor.
“Voy arriba. No me molestes” fueron las escuetas palabras que la destrozada mujer le
dedicó.
Ella entonces subió al piso de arriba
y se encerró en su habitación, donde empezó a tomar ansiolíticos a puñados,
acompañados de la bebida alcohólica que estaba tomando sin control.
En realidad Isabel no era una mala
persona. Siempre se había desvivido por sus dos hijos, la que parió y el de su
pareja, amándolos casi por igual. Sonreía a todo el mundo. Era dulce y
cariñosa. Un cielo de mujer. Pero en una noche le había sido arrebatada la luz
de su vida, y encima el culpable había sido Diego, que había conducido bebido.
Aquella ira hacia su difunto marido se reflejaba en el pequeño Andrés por el
simple motivo que era muy parecido a él. Ambos de piel clara, ojos azules y
pelo rubio. Seguro que de mayor sería una copia exacta de su progenitor. Por
eso cuando le miraba la pobre Isabel veía a su esposo y le odiaba, aunque sabía
que no debía hacerlo. No podía evitarlo. Le asqueaba sentirse así, pero no
sabía qué hacer para sentirse de otra forma.
Un par de horas más tarde, Andrés no
pudo esperar más y subió a ver qué hacía su madre, o si necesitaba su ayuda.
Solo había una puerta entreabierta en el pasillo, con una tenue luz saliendo de
la rendija. Era la habitación de su hermana. El crío se asomó y vio a Isabel
sentada sobre la cama, abrazando una prenda de ropa de su hija y llamándola
entre ruegos y lloros alcoholizados:
“¿Porquéééé? ¿¿Por qué te la llevaste a ellaaaa?? ¡Mi niñaaaa! ¡¡Mi
pequeña Sandraaaa!!”
Andrés entró en la habitación y se
acercó en silencio hasta Isabel. La miró a aquellos ojos tan llenos de
tristeza, y le dijo de la manera más solemne que un niño de su edad pueda decir
algo como esto:
“No llores mamá. Yo no me marcharé jamás de tu lado. Me quedaré siempre
aquí, contigo. Estaremos juntos pase lo que pase. Haré cualquier cosa para
hacerte feliz ¿Me oyes, mamá? Cualquier cosa...”
Isabel miró al pequeño Andrés con sus
ojos oscuros como la noche. La delgada silueta del menor, a quien todavía le
quedaba un tiempo para dar el estirón, llegó a su retina algo distorsionada. En
su mano, la mujer sujetaba el vestido rojo, que era el preferido de su hija
Sandra. Alzó la mano y le mostró la prenda de ropa al crío, sacudiéndola
delante de su cara. Empezó a increparle, aunque él no tuviera la culpa de nada:
“¡¿Cualquier cosa?! ¡¿¿Puedes devolvérmela??! ¿¿¿Puedes devolverme a mi
hija??? ¡¡¡NO. NO PUEDES HACERLO!!!” le gritó, absolutamente fuera de sí misma.
Acto seguido le soltó una bofetada
tan tremenda que giró la cara del niño, partiéndole el labio, e hizo que cayera
al suelo de rodillas. Andrés notó unas enormes lágrimas asomándose a sus ojos.
“Mamá....
Yo.... Solo quería...” dijo, acariciándose la mejilla, que le ardía.
Isabel miró a su hijastro, luego el
vestido rojo, y de nuevo a su hijastro. Sandra tenía el pelo y los ojos
oscuros, como ella, pero tenía un cuerpo delicado y esbelto, como el de su
hermano menor. Si podía ponerle su ropa, y tal vez peinarle como ella, ponerle
su perfume... sería como revivirla de algún modo... pensó su mente perturbada.
Mirando fijamente a su hijo, le dijo con voz
firme “Desnúdate.”
Andrés abrió los ojos sorprendido y
miró a su madre, sin entender nada de lo que sucedía. ¿Desnudarse? ¿Para qué?
Si, eran como una familia, pero realmente ni Diego, su padre, había llegado a
ver desnuda a Sandra, la hija de Isabel, ni al contrario, ella no había visto
desnudo a Andrés nunca. Era algo extraño aquello que le pedía.
“¿Mamá...? No... Entiendo...” susurró el menor, sin moverse.
Ella le respondió, elevando el tono
de voz más de lo necesario “¿No querías
ayudarme? ¿¿No dijiste que harías CUALQUIER COSA por mí?? ¡¡PUES DESNÚDATE
AHORA MISMO O LO HAGO YO!!!”
Y el pequeño, que solo quería hacer
feliz al único miembro vivo de su casa que le quedaba, acató el mandato “Si, mamá, enseguida lo hago.”
Andrés se quitó primero la camisa
negra, y luego hizo lo mismo con los zapatos y los pantalones. Se dejó los
calzoncillos puestos.
“Quítatelos también” ordenó su madre.
Mientras el crío obedecía, ella se
fue hasta la cómoda y abrió el cajón de arriba del todo, donde su hija guardaba
la ropa interior. Escogió unas braguitas de encaje color azul cielo. Cuando
Isabel se giró para mirar a su hijastro, vio que el pequeño, que ya estaba
completamente desnudo, intentaba cubrir sus intimidades tapándolas con sus
manitas.
“Deja de hacer tonterías” dijo, acercándose a él.
Le apartó las manos de un golpe y le
obligó a ponerse las bragas de su hermana. Acto seguido cubrió su delgada
anatomía con el vestido rojo que había estado sujetando, y que estaba un poco
arrugado. Al crío le venía perfecto. Si no fuera por su pelo corto y rubio y
esos ojos claros, habría podido confundir de lejos su silueta con la de Sandra.
“Oh... Es increíble” dijo la mujer, encantada con lo que estaba viendo.
Y tal vez por culpa del alcohol y las
pastillas que había tomado, Isabel no pudo contener sus más bajos impulsos.
Cayó de rodillas frente a Andrés, lo abrazó con ansias y empezó a besarle de
manera desesperada.
El niño notó los carnosos y cálidos
labios de su amada madre apretados contra su boca, y la abrió sin presentar
pelea, para dejar que ella hiciese lo que le pareciese mejor con él. Le había
prometido hacer lo que fuese necesario para ayudarla, y si eso era lo que
necesitaba, aunque a él le pareciese extraño, sin sentido y algo pavoroso,
cumpliría con su palabra hasta las últimas consecuencias.
Ni la propia Isabel sabía por qué
actuaba de aquella manera. De alguna manera quería revivir a Sandra usando al
pequeño Andrés, pero al mismo tiempo el crío, que era una copia viva de su
padre, le provocaba sentimientos contradictorios de amor, odio, deseo y asco.
Ella misma se asqueaba por lo que estaba haciendo, pero no encontraba la forma
de detenerlo. Una vez dio el primer paso, sencillamente se dejó llevar por sus
pulsiones más oscuras, sin importarle las consecuencias de todo aquello.
“Vamos a mi habitación” decidió ella, y cogió de la mano a Andrés para que le
siguiera.
Isabel llevó a su hijo a su cama de
matrimonio. Se metieron bajo las sábanas, con las luces apagadas. Estaban
tumbados de costado, uno al frente del otro. Ella levantó una pierna y la apoyó
sobre el costado del crío. Seguía besándole, ahora sin tanta urgencia, sino muy
despacio. Al tiempo que le acariciaba su púber cuerpo pre-adolescente con sus
largas uñas pintadas de rojo.
Andrés podía notar claramente los
enormes pechos de su madre pegados contra su torso. Eran grandes, suaves y
blanditos. Quería tocarlos. Apretarlos entre sus dedos y lamerlos. Aunque sabía
que todo aquello que estaban haciendo estaba mal, no podía evitar sentirse
excitado y sobretodo, sentir un fuerte amor por su madre.
Lo que sucedió aquella noche en es
cama fue demencial para cualquiera. Isabel cogió las manos de Andrés y le
obligó a masturbarla por dentro de sus bragas, enseñándole exactamente cómo debía
moverlas para darle placer:
“Méteme tus deditos… Hmmm… Así, bien… Ahora frótame el clítoris… Aaaahhh…
Que bien lo haces”
Ella, que no quería saber nada de la pequeña
polla de su hijo, se lamió uno de sus dedos, largos, finos y terminados en
largas uñas, y lo metió sin aviso dentro del estrecho esfínter del chico, medio
violándole.
“¡Aaah… Mamá… No…. ¡¡Aaaaaaaah…!!”
Solo medio violándole, porque al poco
rato Andrés terminó disfrutando con aquellas cosas extrañas y vergonzosas que
le obligaba a hacer su mamá, y finalmente se corrió dentro de las braguitas de
niña que llevaba puestas, manchándolas con su esperma de crío. Isabel también acabó
con un brutal orgasmo que le hizo temblar de arriba abajo, y que inundó su coño
y las manitas de su hijo con sus pegajosos jugos de mujer madura. Y así se
durmieron, abrazados, sudorosos y manchados por sus corridas.
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