lunes

Claudio y Aleksandr. La insurrección de un esclavo. [1/4]

No consentido. Gay. Introducción a la historia y los personajes.


Era entrada la noche. Claudio, el joven patricio de catorce años de edad estaba tumbado boca arriba sobre la mesa. Le sangraba el labio por la bofetada que le había dado su esclavo. Tenía las muñecas atadas cada una a una pata de la mesa, con los brazos bien abiertos y estirados. Aleksandr, el germano salvaje, que le doblaba la edad, mantenía abiertas las piernas de su Amo, y apuntaba con su duro y grueso rabo al ano virgen del romano. Glenda, la sirvienta embarazada se había situado sobre el rostro del menor con el vestido arremangado por la cintura.  La joven preñada  empezó a mearse sobre la cara de su Amo. Claudio se debatía, luchando por liberarse con todas sus fuerzas. No podía creerse lo que le estaba pasando ¡¡No podía estarle ocurriendo eso!! ¡¡Iba a ser violado por ese bruto!! Justo en el momento en que el chorro de orina rozó su púber rostro, Aleksandr empujó sus caderas contra la estrechez del chico y le reventó el culo con su enorme polla. El grito de Claudio fue desgarrador:

“¡¡¡¡WAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!!”

Y como no pudo evitar gritar de agonía con la boca bien abierta, el meado de Glenda, la esclava embarazada, empezó a llenarle la boca…






POR QUE CLAUDIO ODIABA TANTO A SU PRIMO AURELIO Y A ALEKSANDR.

Claudio y su primo Aurelio habían ido a pasar las vacaciones de verano en una lujosa y enorme villa que el padre de Claudio tenía al norte del Imperio, en una pequeña localidad colindante con el territorio germánico, en el que todavía quedaban muchas regiones por conquistar. El padre de Claudio era un influyente político, y su familia pertenecía a los patricios, la estirpe directa de los primeros moradores de Roma. Durante la época lectiva, los dos muchachos residían en la casa de la capital, en Roma. Pero durante las largas vacaciones de verano, viajaban acompañados de sus esclavos personales a aquel recóndito lugar para reponer fuerzas. El progenitor no podía abandonar su puesto en el senado en ningún momento, y por eso nunca viajaba con ellos durante el periodo estival.

El joven Claudio espiaba a su primo Aurelio, desde el interior de la casa. Tenía el cuerpo apoyado contra el costado de la ventana, y no perdía detalle de nada de lo que ocurría en el patio interior de la villa. Aurelio y Aleksandr estaban peleando de manera animada. El primero vestía con su uniforme de entrenos, una ligera cota de malla dorada que le cubría el cuerpo de los pies a la cabeza. Aleksandr por el contrario, solo llevaba puestos unos ajados pantalones de cuero. La propia vestimenta de ambos contendientes daba ya una idea de cuál era su posición social. El uno, heredero de una importante familia, el otro un esclavo germánico que fue comprado en su día para que hiciese de maestro al chico rico.

Claudio tenía sus ojos completamente fijos en el bárbaro. Era un corpulento morlaco que le doblaba la edad y casi la altura. Su piel era color café con leche. Tenía unos músculos muy marcados, que todavía sobresalían más con cada movimiento que hacía. Su pelo, largo por los anchos hombros, era de color castaño oscuro, y sus ojos tenían la tonalidad de una noche sin luna. Eran negros como la obsidiana, y se percataba en ellos un profundo brillo salvaje que atraía y repelía a Claudio por igual. Sentía que odiaba a ese tipo casi tanto como despreciaba a su propio primo.

Aurelio, cinco años mayor que su primo, había quedado huérfano desde muy joven, y el padre de Claudio decidió acoger a su sobrino en su casa y criarle como si fuese su propio hijo. Aquel hecho provocó, aunque nadie lo supiera aun, que naciera en lo más profundo del corazón del joven Claudio, el hijo legítimo de la familia, una espesa oscuridad hecha de odio y rencor, que solamente hizo que acrecentarse con el paso de los años. Claudio sentía que había sido desplazado por su primo. Aun siendo niños, Aurelio destacaba por encima de él por su robusto físico. También era inteligente y sacaba muy buenas notas. Y si con eso no fuera suficiente, además tenía un carácter alegre y extrovertido que lo hacía ser el alma de las fiestas. Todas las hijas de los nobles de los alrededores suspiraban por él. Claudio en cambio solía pasar desapercibido. A sus catorce años tenía el cuerpo casi sin desarrollar, no tenía ni pelos en sus pequeños testículos. Su tez era pálida, su piel suave al tacto, y tenía el pelo color rubio ceniza oscuro, que enmarcaba unos grandes orbes de tonalidad miel. Nada fuera de lo normal en el hijo de un patricio. Aurelio en cambio era mucho más alto que él, rubio platino y con ojos verde esmeralda.

El padre de Claudio había decidido que Aurelio, su sobrino, iniciara la carrera militar. Para su hijo, en cambio, había escogido un camino totalmente distinto. Él sería su relevo en el mundo de la política, y no había discusión posible al respecto. Por mucho que Claudio odiase aquella decisión, su padre era tan dueño de su vida como lo era de cualquiera de sus esclavos, y no podía contradecirle en nada. Claudio tenía las manos atadas. Y encontraba todo aquel asunto del todo injusto. Aurelio había recibido la mejor parte. Viajaría. Conocería mundo. Follaría con mujeres salvajes y exóticas. Y él, hijo primogénito del patricio, se quedaría apresado en esa capital que odiaba, muerto de envidia y aburrimiento, viendo pasar monótonos días grises, todos iguales, uno tras otro, hasta que se hiciera mayor y ya nada de aquello le importase.

De pronto el sonido de las espadas cortas chocando cesó. Claudio se apartó rápidamente de la ventana y se fue a sentar en una lujosa silla labrada en cobre que había en el centro del comedor. Cogió unos papeles de encima de la mesa, y se puso a leerlos, o mejor dicho, hizo ver que lo hacía. En ese momento entraron Aurelio y su esclavo germánico en la casa.

“Ha sido un combate magnífico, Alek” oyó que le decía su primo al salvaje, al tiempo que le daba una palmada amistosa en su ancha espalda.

“Siempre es un placer pelear con usted, Amo Aurelio” respondió el esclavo.

Aleksandr sonrió a su Amo y se marchó en dirección a los dormitorios de los esclavos, para darse una buena ducha. A pesar de ser un siervo, Aurelio lo trataba como a un igual, y eso hacía que la sangre de Claudio todavía le hirviese más por la rabia y la impotencia. Odiaba al estúpido de su primo con todo su ser, y por ende, odiaba todo aquello que su primo apreciase. Un esclavo era un esclavo y solo había una forma buena de tratarlos, con mano dura y fuertes castigos físicos que los dejaran señalados de por vida. Esos seres inmundos, despojos de la sociedad, no merecían ningún respeto a su forma de entender la vida.

Cuando Aleksandr abandonó la estancia, Aurelio, totalmente ignorante de los oscuros sentimientos que su primo guardaba hacia su persona, pues bien se preocupaba Claudio de no mostrarlos, se acercó donde estaba su joven familiar y empezó a hablar con él.

“He recibido carta de tu padre, me ordena volver cuanto antes mejor a la capital” le dijo Aurelio

“¿Y cómo es eso? ¿Ha sucedido algo?” le preguntó Claudio, que no entendía por qué su padre requería de la presencia de su primo, recién iniciadas sus vacaciones estivales, y habiendo hecho un viaje tan largo solo un par de semanas atrás. La respuesta de su primo lanzó luz sobre el asunto.

“La guerra contra los territorios enemigos es cada vez más tediosa. Los territorios son bastos. El emperador tiene abiertos demasiados frentes, y las provisiones y el número de efectivos se les empiezan a quedar cortos”

Claudio asintió, pensativo, y luego añadió “Pero tú todavía no eres soldado, ibas a ingresar en el ejército a finalizar el año”

“Es verdad” dijo Aurelio “Pero yo he sido entrenado desde muy joven, así que han pedido a tu padre que me otorgue un permiso especial para ingresar ya mismo en las filas y poder colaborar así en la defensa del Imperio”

“Tiene sentido ¿Y te lo ha dado? ¿Mi padre te deja ir?” fue lo siguiente que le preguntó el más joven. Mientras esperaba la respuesta de su primo, Claudio ya estaba empezando a cavilar maldades. Si Aurelio se marchaba, quedaría solo él como Dueño absoluto del lugar. No habría nadie que pudiera reprenderle por sus acciones. El joven cruzó los dedos para que la respuesta del contrario fuese afirmativa.

“Sí, me ha pedido que inicie el viaje de vuelta en cuanto recibiese la carta. Hoy haré los preparativos y mañana partiré de regreso a Roma”

En ese momento entró en el comedor, la esclava en avanzado estado de gestación. Aurelio alzó una mano en su dirección.

“Glenda, tráenos vino y algo para comer para mi primo y para mi” le ordenó de manera amable.

“Como desee, Amo” respondió ella, haciendo una leve reverencia. Y se marchó en dirección a la cocina.

Aurelio entonces puso un semblante muy serio. Se acercó a la chimenea, que permanecía apagada, pues no hacía falta prender el fuego por el buen tiempo que hacía, y metió la mano dentro de una de las tinas vacías que decoraban la repisa. Claudio observaba sus movimientos con malsana curiosidad.

“Tenía preparado esto para cuando naciese el niño, pero con los cambios de última hora, creo que no podré estar aquí para dárselo. Así que te lo encomiendo a ti.” Le comentó Aurelio a Claudio.

Entonces el mayor sacó un documento de dentro de la tina, lo desenrolló y se lo dio a leer a su pariente.

“Es la carta de liberación de Aleksandr y Glenda, quiero que cuando nazca el niño ellos dos sean libres. Siempre se han portado muy bien conmigo, y esta es mi manera de recompensarlos.”

Claudio sentía que aquel documento le quemaba en las manos ¿Iba a liberarlos? ¿Pero por qué? ¿Por qué su primo tenía que tener un corazón tan blando? Le hacía sentirse avergonzado de tener su misma sangre. Pero haciendo gala de su sangre fría, Claudio no mostró su descontento con aquella decisión.

“¿Qué quieres que haga con esto?” le preguntó todo lo natural que pudo, sin levantar sospechas.

“Quiero que lo guardes, y si me sucediera algo en la guerra, o no puedo volver a tiempo para el nacimiento, que se lo des a Aleksandr.” Fue la respuesta de su primo

“Pero entonces ¿Es cierto lo que dicen las malas lenguas? ¿Es Aleksandr el padre del bebé?” Claudio había oído rumores sobre aquel asunto, pero no había nada confirmado. Era muy extraño que una pareja de esclavos tuvieran suficiente libertad para formar una familia. Normalmente las mujeres hermosas como Glenda eran usadas por sus Amos con fines sexuales, no por los sirvientes. Todo aquel asunto cada vez cabreaba más al joven patricio.

“Si, Aleksandr es el padre, pero te agradecería que lo mantuvieras en secreto hasta que llegue el día de liberarlos. Entonces ya dará igual lo que la gente opine al respecto. Son personas maravillosas y merecen mi amistad y respeto, y espero que tú los trates igual. Hasta que yo vuelva te pertenecen, Claudio”

En ese momento Glenda volvió a entrar en el comedor, jarra de vino de mano, y se puso a servir a sus dos jóvenes Amos. Los dos primos dieron por finalizada la conversación, y Claudio escondió el pergamino de liberación de los esclavos de Aurelio en una de las largas dobleces de su túnica blanca con ribeteado dorado. Los jóvenes primos brindaron, bebieron y saciaron su apetito con las delicatesen que le había traído Glenda, y más tarde Aurelio se marchó a su dormitorio, para asearse.

Entonces Claudio se puso en pie, se acercó a una de las paredes, pergamino de liberación en mano, y acercó uno de los extremos al aceite que ardía dentro de la lámpara. El fino papel prendió en seguida. El malvado patricio no esperó a que el documento se consumiera del todo. Se acercó a la chimenea, y dejó caer lo que quedaba, mientras aún seguía prendido en llamas. Claudio se marchó a su dormitorio, confiado en que el documento desaparecería, pero una misteriosa mano sacó el documento a medio quemar de la chimenea y se lo llevó consigo.

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